por Miguel Ángel García Guerra
Desde que tiré, por primera vez, un dado de veinte caras, allá en los últimos años de la década de los 90, muchos avatares le han sobrevenido a este profesor de literatura necesitado de aventuras y emociones fuertes. Tras la caja roja de Dalmau y los mapas de temibles mazmorras, dibujados en folios de cuadritos, vino el horror lovecraftiano, la rebeldía estelar, la clandestinidad cyberpunk… Amábamos sentirnos como los protagonistas de una novela, de una película, de una vida paralela. El rol nos robaba horas de sueño pues pasábamos muchas horas con la cabeza en mundos imaginarios, aventuras y malévolos enemigos. Poco a poco, la imaginación se fue apagando, no era tan fácil inventar tramas sugerentes, enemigos nuevos, intrigas cósmicas bien construidas… La respuesta de ‘pues no tengo nada preparado’ fue haciéndose cada vez más frecuente a la pregunta de ‘¿Jugamos al rol mañana, o esta tarde, o el sábado?. Y, entonces, llegó Magic… Y lo arrasó todo. Las tardes, las noches, la paga, los ahorros… todo se lo llevó ‘el Magic’… Y… tras ello… la desolación. No era ya que no hubiese partida, que no tuviéramos un máster imaginativo que preparase una sesión para unos sanguinarios aventureros ansiosos por blandir su espada, por romper cráneos a mazazos, por infiltrarse en sectas que intentaban invocar los horrores más inconfesables del universo… No, la desolación vino de la mano de las obligaciones. La etapa universitaria hizo que el grupo se dispersase, nuevas sensaciones, emociones y vivencias llamaban a la puerta robándonos todo el tiempo libre que nos quedaba… Las aventuras roleras que imaginamos, que vivimos, durante nuestra juventud pasaron a formar parte de todos aquellos recuerdos que, fosilizados, habrían de asaltarnos nostálgicamente, cada vez que pasáramos los ojos por los anaqueles de las estanterías. Si esperábamos que tras la universidad cambiara algo, estábamos equivocados pues, después, vino el mundo laboral, la pareja, las obligaciones, los hijos… Y, así, hasta la actualidad…. Afortunadamente, una tarde, no hace mucho, mientras estaba en el ordenador, curioseando sin rumbo por la red, producto del aburrimiento vespertino, me topé con el vendaval que habría de despertar, de nuevo, mi sed de aventura: la séptima edición de La llamada de Cthulhu, la quinta edición de Dungeons&Dragons, herramientas chulísimas para jugar por internet y un montón de gente que, entusiasmada, vierte a la red multitud de módulos, ayudas e ideas para jugar, aficionados que diseccionan y teorizan sobre lo que supone y significa jugar a un juego de rol y programas que te permiten construir tu propio mundo con una calidad nunca antes vista.
Ojiplático, a golpe de click, iba de un lugar a otro, redescubriendo ese mundo conocido (y nuevo a la vez) al tiempo que mi mente se inundaba de recuerdos, imágenes, luchas épicas, mitos lovecraftianos, mazmorras mugrientas, magos impíos y muchas otras sensaciones que no pensé que fuera a revivir de nuevo. Inmediatamente, compré la séptima edición de La llamada de Cthulhu, directamente a Chaosium. ¡¡Cómo había cambiado desde la primera edición de JOC!! Casi sin darme cuenta, en apenas unos días, ya estaba dirigiendo un par de aventuras con unos compañeros del trabajo… En los 80 y 90 dirigir me agotaba, prefería ser un jugador pero, la falta de amiguetes que se lanzaran a exprimir las neuronas no dejaba muchas opciones si uno quería una sesión de rol. Sin embargo, veía que, ahora, me encantaba, disfrutaba mucho más y la razón estaba, cómo no, en la cantidad de ayuda que uno puede encontrar en la red.
No tardé ni dos días en adquirir la quinta edición de Dungeons&Dragons y, mientras esperaba, me puse a imaginar toda una campaña. Creé un mundo propio: Antigua basado, cómo no, en la Tierra Media de El señor de los anillos, y, como quería que mis jugadores tuvieran una idea fidedigna de lo que yo tenía en mente, dibujé el mundo con SketchBook, dando completa libertad a mi imaginación, incluyendo lugares que sacados de la literatura de Jorge Luis Borges, lugares que son reflejo de mi vida personal, lugares que han aparecido en las películas que más me han gustado a lo largo de mi vida. Cuando lo terminé (que nunca parece estar terminado) emergió una tarea aún más bonita, la de dar nombre a todos esos lugares. No quería nombres en inglés, ni tampoco nombres inventados en una lengua no existente que únicamente sonaran bien, quería un mundo sugerente y que los lugares tuvieran nombres que jugaran con la asociación de conceptos. Cuando lo creí listo, pensé que sería buena idea dejarlo escondido en el cofre que estaba debajo de la cama de una habitación cuyo dueño hacía semanas que no aparecía (a pesar de que la había dejado pagada con antelación). Era la forma ideal de captar la atención de mis aventureros cuando lo descubrieran.
Y ya no podía parar, mi mente no dejar de volar, de imaginar, de crear… Volvía a disfrutar de esa experiencia que sólo los juegos de rol pueden dar. El mundo estaba ya diseñado, pero faltaba preparar los escenarios. En Steam descubrí Dungeon Painter Studio y, después de trastear un poco con él, me encantó. Comencé a preparar planos de posadas, de mazmorras, de castillos… Nunca antes había disfrutado tanto preparando mis partidas. La vuelta al hobby estaba siendo épica.
Había echado, hasta este momento, mucho de menos las míticas partidas de rol que jugamos en el pasado pero, bastó descubrir las inmensas posibilidades que brinda la red, hoy en día, para comprender que es una tontería mirar hacia el pasado con más nostalgia que la de anhelar la vitalidad juvenil.
La vuelta al rol estaba siendo muy especial. No quería parar de jugar, de dirigir, más bien, y comencé a buscar la forma de jugar desde casa. El rol online no es, ni mucho menos lo mismo que jugar en una mesa, pero permite disfrutar de más partidas, sobre todo, cuando no es fin de semana y, curiosamente, me ha llamado mucho la atención que es infinitamente más bonito, envolvente y emocionante si los jugadores sólo se comunican mediante la voz, evitando hacerlo por videoconferencia.
Qué satisfacción poder dar salida a todo lo que mi mente había ido rumiando durante tanto tiempo. Muchas son las definiciones que se han hecho sobre qué es un juego de rol, pero básicamente, es vivir una aventura, ser el protagonista de una historia desde dentro y, a mis cuarenta y cinco, la potencia emocional que tiene una buena partida de rol es difícilmente comparable a ninguna otra experiencia narrativa.
Según he podido constatar, hablando con amigos y conocidos, mi caso no es único pues somos muchos los que hemos hecho este periplo vital que ha desembocado, de nuevo, en nuestra querida afición. Ha sido un emotivo reencuentro con la épica y con la aventura. Ni en sueños pensaba que volvería a disfrutar de la experiencia rolera de nuevo y, mucho menos, de esta forma tan intensa y apasionante. ¡Viva el rol!