Penitencia (7)

por Juan Milano

Capítulo VII

Dolores puente

Una sala de control diáfana con los pasos delimitados por consolas, mesas de trabajo y maquinaria de cálculo que generaban pasillos confluyentes en un mueble central de base redonda para apoyar dispositivos personales. Miriadas de luces parpadeantes, holo-imágenes flotando y pantallas en funcionamiento. Gobernaba la sala la pantalla más grande. Estaba anclada a la pared para ser vista por todos, la imagen fija en una pista de aterrizaje. Durante unos minutos aquellas criaturas desgarbadas se movían en silencio con sus uniformes, parecidos pero no idénticos, mientras observaban la información con sus ojos sin rostro y asentían a palabras que nadie parecía hacer. Entonces, el caos.

La pantalla central muestra ahora una primera explosión cegadora. El holo-registro capta perfectamente el gesto de terror de los ocupantes de la sala. Aquellas criaturas humanoides de corta estatura, brazos simiescos y cráneo oblongo y sin ojos estaban sorprendidas y aterradas. Varios autómatas de apoyo continúan con su deambular inasequibles a la nueva información ambiental propiciando empujones y caídas. Solo uno de los uniformados no muestra miedo ni sorpresa: sonríe. Extrae un objeto cilíndrico y descarga un poderoso rayo aniquilador contra la única persona que remataba el uniforme con un cuello alto tapando la parte trasera y los laterales de la cabeza hasta dos tercios del ovoide. Manos a las cabezas, bocas abiertas, presuponemos los gritos en este registro mudo. Un segundo traidor muestra una hoja afilada y degüella a dos desgraciadas criaturas que riegan sus consolas de control con su sangre antes de saber qué puede estar sucediendo. Las pantallas conectadas a las videocaptores del exterior muestras otra gran deflagración: las pistas de aterrizaje son bombardeadas. Pocos mantienen la compostura y solo algunos consiguen escapar atravesando la puerta por la que entramos nosotros hace unos instantes.

Más cortes y disparos de los infiltrados. Sabotean la defensa de la estación frente al ataque exterior. No podemos oír los gritos histéricos de unos y otros, la escena es muda. Se me hiela la sangre. Soldados armados entran por otra puerta y son sorprendidos por el fuego de los traidores. Estaban en tránsito al exterior, no esperaban al enemigo dentro de esta sala. Uno de los traidores es alcanzado de pleno. Bebe algo. Seguramente un estimulante que engaña el dolor, empieza a lanzar espuma por la boca, desencajada en la risa maníaca de quien prescinde de la razón. Menos de siete segundo y casi no queda nadie vivo en la sala. Llegan más soldados, lanzan un artefacto que llena de niebla la escena (puntos verdosos y breves líneas parpadeantes en el holo-registro que Mina accionó sin querer). El traidor colocado es abatido de inmediato sin poder soltar ni un tajo. Varias pantallas estallan por los proyectiles y ciertas holo-imágenes flotantes se desvanecen al dejar de funcionar sus proyectores. La infiltrada que sostenía el arma láser (pienso ahora que es hembra) hace un saludo extraño cerrando el puño por encima de ella y colocando la parte inferior del mismo en contacto con la cúspide de su cabeza, doblando exageradamente el codo, recibe dos docenas de impactos antes de caer. No pierde el gesto de victoria en ningún momento. Ni muerta sobre el suelo.

Los soldados avanzan con cautela, relevando las posiciones para cubrir cada paso de sus compañeros. Son profesionales, bien entrenados, nadie habla pero es evidente que se coordinan de alguna manera. ¿Acaso eran telepáticos? Nada en los Textos Únicos habla de ellos salvo su personalidad diabólica y sus repugnantes, aunque nunca especificadas, costumbres. Un pueblo depravado bastante alejado de la sofisticada tecnología que los reos y la monja tenían antes su ojos en aquella holo-reproducción.

Se vuelve a abrir la puerta por la que algunos habían huido, por donde habíamos entrado nosotros. Una figura difusa. Más alta que el resto. Viste una túnica ajustada a la cintura con un cable que solo cubre levemente unos muslos musculosos. Blande un arma metálica, muy similar a la que hay en la Basílica del Santo Orador. Sonríe con calma, sin histerismos. Se mueve lentamente. Muy lentamente. Rasga el vientre de uno, decapita al siguiente, Traza un corte en la espada de un tercero y abre dos tajos en el pecho de otro. Así, metódica y paulatinamente, sin correr, sin molestarse en esquivar, sin prestar atención a los caídos y sin esfuerzo. Ejecutan una coreografía pausada con tal perfección que pareciera haberla ensayado un millón de veces hasta que es la única criatura en pie. Presiona un botón y sale por la puerta por la que entraron los soldados sin mutar el gesto ni cambiar el paso. Ni uno solo de sus enemigos reacción en absoluto. Nadie disparó. Nadie intento evitar el filo de su arma o reducir al invasor. Cada uno de aquellos soldados permaneció inmutable aguardando la muerte sin modificar el desarrollo de los avance meticulosamente entrenado. Como si no pudieran percibir al asesino o el resultado de sus actos. Como si aquel fantasma sanguinario no fuera sino la inexorable mano del Destino, ajeno a ellos, pobres mortales.

Los siguientes minutos ninguno de nosotros dijo nada. Todos mudos como el holo-registro que se mostraba ahora como una imagen estática superpuesta a los objetos y cuerpos que habíamos encontrado.

Tsedo se apoyaba abatido en una de las consolas de control dle tráfico aéreo. Mina apretaba los puños buscando una justicia que no iba a encontrar. El rostro de Dodzi estaba marcado por un llanto quedo alimentando por el dolor centenario de las víctimas. Mi primera reacción fue entonar el Salmo de la Partida que abría los ritos funerarios en la Iglesia de los Tres.

No sé si fue mi imaginación o pude oír a Mina y a Tsedo, el ateo Tsedo, sumarse a mi plegaria por el alma de aquellos pobres desdichados. Ahora me daba cuenta de que yo también lloraba ante la barbarie. Caí de rodillas. Casi no me di cuenta cuando se unieron mis compañeros. Tomábamos los unos las manos de los otros en un círculo que pretendía exorcizar la infinita desazón que colmaba nuestros corazones.

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