Penitencia (5)

por Juan Milano

Capítulo V

Once años atrás

Los Go gestionaban un laboratorio privado especializado en el tratamiento de isótopos radiactivos. Se trataba de un negocio heredado de los abuelos de Tsudo y sus dos hermano, Mei y Tien. Estaba radicado en el Segundo Dominio, concretamente en la populosa ciudad de Dossa Nua, en el planeta Hioyo.

La actividad diaria era tranquila. Suministraban material a centros médicos. Preparaban portes a todo el Imperio; especialmente suministrando isótopos de estroncio a pequeños asentamientos que no recibían cobertura por parte de los grandes distribuidores. Los pedidos eran continuos pero rara vez había una demanda excesiva.

Las notas académicas de todos los miembros de la familia eran buenas pero no excelentes y, por lo general, no se involucraban demasiada en la sociedad civil ni en la religiosa. Ni tan siquiera asistían a los oficios de la Iglesia de los Tres siendo todos ateos combativos.

Puede que por ello recibieran la visita de un representante del Ejército Imperial. Necesitaban un producto muy específico y querían hacer un pedido que no llamase mucho la atención. Claro que Almond al Hazred no se presentó a sí mismo como militar. Dijo trabajar para un laboratorio pequeño que asistía a mineros del Dominio Cuarto. Quería enriquecer unos minerales poco comunes que habían encontrado en las minas porque sospechaban, tras pruebas preliminares en sus limitadas instalaciones, que tendrían usos beneficiosos para sus pacientes. Pagaban la mitad por adelantado (práctica habitual al abrir una nueva cuenta) y estarían conformes con establecer pedidos anuales, siendo ellos mismo los proveedores del material, si las pruebas resultaban alentadoras.

Cada tres o cuatro ciclos solares alguien descubría un mineral en algún pedrusco perdido del Universo. En la idea de patentar algo que los convirtiese en millonarios, encargaban pruebas. Nada especialmente llamativo. Si bien los Go nunca habían conocido a nadie que acabase patentando nada que mereciese la pena de verdad. Cobraban por frustrar sueños, si quiere verse así. La cara menos amable de la ciencia. Un extra que ayudaba con los imprevistos, decía el viejo Silio.

Tsudo, el menor de los hermanos, estudiaba en el Instituto Imperial para la Formación de Ciudadanos Adolescentes. Asistía a clases tres veces por semana en un edificio triste y pobremente mantenido junto a otros setecientos u ochocientos jóvenes de la ciudad. Era delgado, llevaba el pelo largo, negro como el carbón. Aasomaban unos pelillos indefinidos bajo una nariz breve y redondeando en aquel rostro de tono dorado. Solía vestir pantalones de flexitela autoiluminada y holo-camisetas que mostraban mini-vids de bandas de uro-rock y freeze metal. Como muchos de su generación, fumaba blass que compraba en centros de ocio nocturno no autorizados y, de tanto en tanto, chupaba láminas de nukedope y otros anfetamínicos que le pasaban los colegas. No solía meterse en líos y no era raro que el octavo día de la semana lo pasase extenuado en su cama. No tenía pareja ni demasiados amigos pero tampoco tenía problemas para incorporarse a grupos para salir de marcha.

A Tsudo le correspondió tratar la nueva substancia descubierta por aquellos falso médicos en aquella cuenca minera de un planeta sin nombre del Cuarto Dominio. Al mineral lo llamaban, medio en broma, Otron.

Tenía más de un mes para concluir las pruebas solicitadas pero no era de los que retrasaba el trabajo (principalmente para poder salir lo antes posible del laboratorio familiar e ir a los clubs). Tras una semana intensa parece que todo estaba preparado. El lunes acabaría un par de detalles y llamaría al cliente.

El fin de semana fue más movido de lo habitual. Alcohol, drogas, revolcones en baños y mucha holo luz ambiental grabada en la retina hasta cuando cerraba los ojos. El pitido en los oídos no se fue el octavo día y no tenía hambre. Pese a pasar la mañana y la tarde en la cama (pese a las quejas de sus padres y las chanzas de sus hermanos) apenas pegó ojo. El lunes fue al laboratorio con resaca. Estaba torpe y distraído. El recipiente con isótopo de Otron cayó al suelo y Tsudo no puede recordar haber escuchado el grito enojado de su padre.

Las cabezas de sus dos hermanos, su padre y su madre estallaron al instante. Regaron la estancia de sangre. Los vidrios se hicieron añicos. El mobiliario rodado se desplazó hasta chocar con los paramentos. La familia que vivía en el piso superior y quienes se encontraban en las oficinas colindantes sufrieron una suerte parecida: tras inexplicables convulsiones, todos fallecieron perdiendo sangre por nariz, oídos y boca. Las autopsias mostraron que todo el tejido blando dentro del cráneo estaba prácticamente licuado.

Tsudo despertó en una celda de ultra-plast reforzado seis días después. En el mismo habitáculo había un inodoro autolavable y estaba provisto de un torno para suministrarle píldoras alimenticias y agua. A su alrededor había una docena de personas con batas de científico y había pocos espacios en la planta de la habitación que no estuvieran ocupados por sofisticado aparataje electrónico.

Tres semanas más tarde comparecía, dentro de aquel mismo habitáculo de seguridad , ante el tribunal que dictaría la sentencia por Homicidio Grupal Involuntario. En ningún momento se citó el verdadero motivo que lo llevó a un aislamiento vigilado y a una posterior permuta por trabajos forzados en los confines del Imperio. No había ningún código penal que penase la mutación genética que padecía. Pero sí había un miedo insondable hacia los individuos con capacidades psiónicas de primera magnitud.

El golpe de la maza de la Jueza Jefe contra la plancha de vidrio metal sobre su mesa sonó como un cañonazo. Devolvió a Tsudo Go a la realidad del presente. A su alrededor, las caras preocupadas de sus compañeros de viaje: los otros dos reos y la monja. Pudo ver un gesto de alivio en Mina y la sonrisa cálida de Dodzi.

Pero no había tiempo para demasiada conversación o abrazos. Proveniente del pasillo sobre el que había flotado un orbe robótico antes de ser destruido por Mina, un grito agudo y breve los obligó a ponerse en marcha.

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