por Juan Milano
Capítulo IV
Dolores Puente
No entendía ni una sola de las palabras que surgían del altavoz de aquel robot que permanecía inmóvil a unos metros de la plataforma de desembarco de nuestro vehículo. Sobre la bandeja que sostenía con sus dos pinzas descansaba un tubo luminoso de tonos rosáceos. Aquel breve mensaje, ininteligible, se repetía una y otra vez. Exactamente igual. Con aquel tono monótono y frío. Una grabación protocolaria.
Dodzi fue el primero en descender. Llevaba el traje de trabajo en exterior propio de quien cumple condena. Avanzaba lentamente con ambos brazos extendidos, con las palmas hacia el cielo para evidenciar que no portaba ningún arma. Tras los primeros pasos sobre el suelo de la estación la unidad de protocolo giró ciento ochenta grados y empezó a deshacer su camino por aquel tubo transparente que unía nuestro vehículo con el enorme edificio de enfrente. Una luz parpadeante en su espalda nos facilitaba seguirlo, como un vehículo lazarillo.
Uno tras otro todos descendimos e hicimos el mismo camino que nuestro Dodzi, marchando como una fila de hormigas malhumoradas. La luz de la estación se restableció justo antes de apagarse las balizas que habían facilitado nuestra maniobra. Las puertas de acceso se deslizaron y dieron paso a una sala de desinfección y aclimatación donde fuimos rociados con un líquido viscoso.
Accedimos entonce a un pasillo bastante ancho. En las paredes parpadeaban vídeomensajes indescifrables y en el espacio interior flotaban holomensajes igualmente carentes de significado para nosotros.
Siempre siguiendo los destellos en la espalda del robot, llegamos a una sala hexagonal tras recorrer cerca de medio kilómetro. Había sillas (eso supuse) y una mesa (un mueble central consistente en un pie y una tabla redonda en la parte superior). Todo estaba pensado para usuarios altos. Más altos que la media humana, quiero decir. La unidad de protocolo dejó la bandeja con el tubo sobre esa mesa, dio tres vueltas sobre sí misma y, ya con la luz de la espalda apagada, salió a toda velocidad por una de las dos puertas inexploradas que se abrió rápidamente.
Tras unos segundo de estupor mirándonos como bobos, empezamos a movernos. La puerta por la que había salido nuestro guía y la otra inexplorada se abrían al detectar una presencia cercana con un automatismos básico y eficaz.
“¿Qué coño está pasando aquí?” El exabrupto de Mina casi era bienvenido. Un poco de cotidianidad.
Tsudo se fijaba en los surcos y microrrelieves de los paramentos. Toda línea nacía del pie de aquel mueble central y trazaba un camino por encima del vano de alguna de las tres puertas antes de regresar a otro punto del pie. Cada uno de los recorridos era diferente al resto así que cada puerta estaba ornamentada (si es que tal era la finalidad de aquellas líneas) de manera distinta.
Dodzi jugaba con el tubo fluorescente. No parecía encontrarle ningún sentido y lo movía en el aire como un niño con un juguete, disfrutando del rastro lumínico que desaparecía a los pocos microsegundos de atravesar rápidamente el aire con él. Muchos prejuzgaban al gigante por su tendencia a no opinar y su falta de formación académica (había sido entregado como esclavo al cumplir los doce años) pero yo lo tengo por uno de los individuos más juiciosos que he conocido. Su aproximación heterodoxa a situaciones normales se probaría vital para nuestra supervivencia. Dejó el tubo de nuevo sobre la bandeja cuando se cansó de él.
“¿Qué coño está pasando aquí?”
Tsudo contestó sin apartar la vista de aquellas marcas en los paramentos “Somos bienvenidos a la estación, supongo.”
“Puta bienvenida dejándolos aquí tirados comiéndonos la cabeza. Una bienvenida de pelotas, claro que sí.”
“Supongo que se trata de un protocolo automatizado” dije. “No puedo asegurarlo pero diría que estamos en una estación wei.” Tsudo asintió levemente y sentí la mirada inquisitiva de Dodzi así que me permití iniciar una breve lección de Historia. Cuando Mina se cansó (lo que no llevó más que un par de minutos) chasqueó la lengua con un gesto de desdén y se dirigió sin mediar palabra hacia la puerta por la que había desaparecido la unidad de protocolo.
Avanzamos aproximadamente quince metros por un pasillo aséptico tenuemente iluminado por dos bandas paralelas que recorrían cada pared. El techo era puntado y cada cara contenía otra banda con un tono anaranjado que brillaba con menos fuerza. De algún lugar provenían unos sonidos que bien pudieran ser música.
Entonces, un fogonazo. El respingo de la hacker antes de caer al suelo. Las bandas luminosas habían multiplicado la intensidad. Por mil. Ahora apagadas y volvían a recuperar la intensidad inicial. Me ardía el cerebro.
El segundo latigazo lumínico nos tumbó a todos. Tsudo sangraba por oídos, ojos, nariz y boca. También brotaba una espuma amarillenta y viscosa de esta última. Solo Dodzi parecía capaz de moverse, reptando por el suelo arrastrando el cuerpo con sus poderosos brazos de gigante; con una mueca de dolor en el rostro. Las bandas recuperaban tras apagarse el resplandor tenue inicial, prólogo seguro de una nueva sacudida. Dodzi ya casi alcanzaba el umbral de la sala con la mesa. Podía oír su grito de dolor al obligar a sus músculos a tirar del resto del cuerpo. Un nuevo apagón y un zumbido siniestro.
Todo mi cuerpo estaba tenso esperando el trallazo final, dolorido. Tsudo convulsionaba. Un charco de sangre oleaba por su traje de trabajo con cada espasmo. Tenía los ojos en blanco.
Y de repente aquella música extraña y el pasillo completamente iluminado con una cálida luz blanquecina proveniente de las bandas en techo y paredes. El gigante blandía el tubo fluorescente por encima de su cabeza. “Nuestra acreditación, supongo.”
En un acto estúpido e impulsivo, Mina levantó la visera de su casco, había vomitado y trataba de limpiarse. Tsudo permanecía tirado sobre el suelo, exhausto. Respiraba con dificultad. Dodzi lo arrastró hasta la sala con la mesa; el resto llegamos por nuestro propio pie.
Tardamos bastante tiempo en darnos cuenta de que la otra puerta, la que aún no habíamos explorado, estaba abierta. El vano cobijaba un orbe metálico flotante. El mensaje que emanaba de aquella especie de dron una y otra vez era igual de indescifrable que el que nos transmitiera el robot de protocolo antes. Estalló en mil pedazos al ser alcanzado por el proyectil que disparó Mina, enajenada de rabia como siempre que se encontraba ante una situación que no comprendía.
Todos la miramos perplejos. “Joder, ¿qué coño queríais que hiciese? Nos han atacado. Claramente nos han atacado.” Se había colocado el casco de nuevo, no apartaba la mirada con aquellos ojos desorbitados de la puerta, que aún permanecía abierta.
Tsudo se apoyaba en Dodzi a duras penas, intentaba levantar su mano derecha para señalar el pasillo que aún no habíamo visitadoi. “Hay gente en esa dirección.” Una pausa de dolor; sacando fuerzas de flaqueza en ese clima de tensión insostenible. “Hay alguien ahí. Puedo sentir su aliento.” Tsudo cayó al suelo, inconsciente, antes de que el gigante pudiera atraparlo.