Penitencia

– una opereta espacial por Juan Milano

CAPÍTULO I

Dolores Puente

Estábamos reunidos para debatir qué debíamos hacer respecto a una petición de socorro de una nave de recreo que acabábamos de recibir. Dodzi, Tsedo y Mina, los reos que conformaban mi congregación, no terminaban de ponerse de acuerdo.

Por supuesto, se habían solicitado instrucciones a la colonia penal Sokah, de la que dependíamos. Pero la respuesta no llegaría antes de nueve ciclos. La ruta nos había llevado a los confines del Imperio, donde nadie quería estar. Por un lado, la nave tenía una ruta preestablecida y alterarla podía suponer un incremento de la pena de mis parroquianos; por otro lado, no atender un SOS podía considerarse una infracción en la Ley Imperial de Transportes.

Mina golpeó la mesa con fuerza. Gritaba como si estuviera a punto de perder lo que más quería en esta vida. Usaba, pues, un tono un poco más alto de lo habitual.

“No puedo creerme que ni tan siquiera nos planteemos modificar la ruta. Somos basureros, no putos guardias. Otros atenderán la emergencia. Nosotros a recoger, compilar y servir el material. Coño, somos putos camioneros y nada puto más”.

Había que esforzarse para escuchar al enorme Dodzi, parecía difícil creer que había matado con sus propias manos a quien lo había aceptado como pago por las deudas de su padre. Con esa voz grave y esas pausas prolongadas entre cada palabra aportó algo de bondadosa humanidad a la discusión:

“Nadie va a recibir ese mensaje aquí, Mina. Solo los condenados y los estudiosos sin respaldo de la comunidad científica se aventuran por estos lugares. Lo sabes de sobra. Desoír el mensaje de la tripulación de ese vehículo es condenarlos”.

Tsedo miraba nervioso a, alternativamente, a los dos. Era evidente que no había tomado partido. Como casi siempre. Mina tiró los vasos sobre la mesa y se levantó airada.

“Joder. Puto santón negro hijo de puta, nos van a colgar por tu puta culpa. Qué coño vamos nosotros a manipular la computadora de una puta nave penal, majadero, delitos de sedición, alta traición, puto desorden civil y no sé qué coño puto más”, pausó para tomar aire, quizá para dar descanso a esas cuerdas que deberían estar resentidas del esfuerzo, “somos puto basureros y no debemos hacer nada salvo cargar basura. Ciento quince putas toneladas de mierda flotante para poder abandonar esta puta mierda de nave, joder, joder, joder”. La falsificadora no cabía en sí de rabia. De los tres reos era la que peor llevaba los trabajos forzados, quizá por ser la que más fácilmente podía hackear la IA de la nave e intentar escapar.

Hice ademán de calma con los brazos, intentando aportar algo de sosiego al espíritu de aquella mujer. Mi corazón estaba con quienes nos pedían socorro pero entendía la falta de fe en los tribunales imperiales, las dudas que asaltaban la cabeza de aquella mujer. La voz fría y firme de Tsedo cortó la estancia en dos.

“Piensa en los beneficios del rescate, Mina. Seguro que podemos quedarnos con la nave de recreo y compactarla. Seguramente equivaldrá a un once o doce por ciento de nuestra condena. A los ricachones a los que salvemos no les importará y nosotros atajaremos muchos meses de trabajo, Mina. Piénsalo”.

La cara de la mujer se iluminó de repente. Llevávamos muchos ciclos con operaciones de Nadie sabría si pertenecía a una nave funcional o no, si llevaba siglos a la deriva entre las estrellas o acababa de salir de una estación de montaje para adinerados. Apoyó los nudillos en la mesa para poder acercar el resto del cuerpo al centro de la mesa.

“No sé a qué puto coño estamos esperando entonces. Vamos a cambiar el rumbos de este puto ataúd volador. Tsedo, dame por favor las coordenadas exactas”. Aquella petición educada sonaba casi a amenaza en la boca de la falsificadora y experta en sistemas de seguridad Mina Dobbler.

Tsedo Go

La cura está preparando una infusión potente. Hasta la cabina de comunicaciones llega un olor amargo, muy potente. Me admira esa mujer. Alejada de los suyos, seguramente expulsada, nunca muestra desazón o cansancio por sus circunstancias. Podrá solicitar su traslado cuando quisiera pero prefiere permanecer entre nosotros, criminales a sus ojos, buscando alguna redención. O quizá un propósito.

Es la única a la que no puedo leer pero, aunque me desconcierta, no me preocupa. No me cuesta confiar en ella. Que no nos agobie con misas ni rituales ayuda. Creo que tampoco cree en los Siete pese a que nunca hablemos de ello. No la he visto nunca leer los Testimonios y nunca ha vestido el hábito que corresponde a su condición de sacerdotisa. Mira, ahora llega. Luz tropical es una nave de recreo tipo Chietiri. Sin carga no bajará de las quince toneladas. Mina estará contenta. Atendiendo a los cálculos, debe encontrarse a menos de cuatro segundos de paralaje. Un salto corto y sin riesgos. El mensaje informa de seis tripulantes, tres de ellos ciudadanos sin voto a causa de su edad. Niños. Una familia. Envío las coordenadas a Mina por el AhoCom de la nave y el cálculo del botín por el RelojCom para que no quede constancia. Siento su fuego interior, su grito mudo, su odio al universo.

“¿Quieres un poco de infusión, Tsedo?”. Dodzi es una contradicción vital. Pesa dos veces lo que yo, ni un solo gramo de grasa, y es un remanso de paz andante. Jamás ha levantado la voz en los tres órbitas que llevamos aquí. Jamás ha discutido con ninguno de nosotros, ni siquiera con la fogosa Mina. Pasa mucho tiempo con la mater pero rara vez hablan. Se encarga de tareas que no le corresponden para facilitar la convivencia. Es la bondad personificada, jamás he oído su odio o su tristeza. Ni siquiera cuando nos confirmó que acabó con la vida de su amo, que era un asesino. Mató y no se arrepiente, pero jamás llegó a odiar a su víctima. “Disculpa, Tsedo, no te he oído. ¿Quieres infusión?”.

Mina Dobbler

La computadora de la nave era básica como ninguna que hubiera hackeado nunca. Tras sueños y pesadillas en los que Mina abría la consola de control para escapar de su condena como recolectora de basura ahora lo hacía para ayudar a unos desconocidos. Pero ese cabrón de Tsedo sabía qué puta fibra tocar. Quince toneladas, nada menos. Quince putas rayas en la pared del compartimento, a milímetro por raya, hasta los ciento quince metros de la meta, de la libertad.

En un ciclo podrían ver la nave de los pijos. Los rescatarían del culo del universo. En agradecimiento, les regalarían la puta nave. Pan comido.

Burlar las defensas de la IA le llevó menos de siete segundos, generar un nuevo acceso como la Capitana Tetas Dobbler, once; verificar las nuevas coordenadas de ruta y retrasar la comunicación a la penitenciaría, dos. Quizá luego decidieran no regresar. Solo por si acaso.

Dolores entró con un vaso grande. El olor amargo no borró la sonrisa de la hacker. Quién iba a decirle que encontraría a alguien amigable en una puta sacerdotisa. Pero Dolores no era la típica puta plasta con la que siempre había tenido que lidiar en el colegio ni los soporíferos charlatanes de las iglesias a las que iba con sus padres. Dolores era casi legal. Un poco finolis pero legal. Para una cura, espcialmente.

“Creo que hemos tomado una buena decisión”, la mujer se sentó a su lado, “ayudar a esa pobre gente podrá ayudarnos si pedimos una reducción de condena, ¿no crees?”.

“Dudo que los putos tribunales nos den si quiera puta audiencia, mater Dolores. Yo no comparto tu fe”. Dolores no pareció inmutarse por la ironía de la falsificadora. Desde luego era una persona paciente, eso había que reconocerlo.

“En todo caso, creo que puede ser una salida de la rutina. Nos vendrá bien a todos”. La cura continuó, “Mañana veremos si el botín merece la pena. Creo quie Tsedo ha estado acertado al pensar que podremos negociar con los rescatados”.

“Eso no parece muy piadoso, mater”, dijo Mina burlona.

“Solo digo que podemos animarles a corresponder un buen acto con otro. Los Siete nos dicen que es bueno ser agradecidos”.

Definitivamente le gustaba esa mujer. Era una tía puto legal.

Dodzi

El espacio se abría, precioso, a través del vidrio. La luz de las estrellas llegaba ahora a este punto y se mostraba inmóvil y hermosa. Algunas de esas estrellas ya no existirían. Otras acabarían de nacer. Todas convivían como realidad o recuerdo en este fugaz instante en las retinas del gigante. Y su amplia sonrisa transmitía una paz que ninguna representación de los santos de la Iglesia de los Siete Espíritus podía transmitir. Dodzi se sabía una persona afortunada. Tomó un sorbo de aquel delicioso té amargo que mater Dolores les había preparado y siguió disfrutando de las vistas a través del ojo de buey.

[continuará…]

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