Por Juan Milano
Parece que no ha pasado el tiempo pero hacía más de quince años desde la última partida. Claro que los jugadores eran otros. Y las actitudes, claro.
Por lo pronto, yo nunca habría dirigido D&D y ahí estaba ahora con una campaña medieval-fantástica aquejada de elefantiasis. Años atrás, muchos de los presentes se habrían leído las reglas; pero hoy no era el caso.
Hoy no había pasión por reescribir el cómo y el por qué del juego de rol, ni intención de redefinir el género que tocase, ni de firmar la mejor campaña jamás nunca narrada. Esas eran metas de antaño. Hoy queremos dejar rodar los dados y que la historia fluya. Parece que sí ha pasado el tiempo.
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Empecé a jugar con doce años. Arranqué en la afición con la fuerza, el empeño y el interés del converso. Cambiaba de ciudad, de colegio, de amigos. Pero llevaba el rol conmigo y contagiaba a cuántos podía. Conseguí nuevos adeptos y conocí a otros ya convertidos, la mayoría mucho más mayores que yo. Creé asociaciones, me uní a otras. Leía sobre rol, hablaba sobre rol, escribía y jugaba. Jugaba mucho.
Tenía necesidad de que otros, nah, de que todos, conocieran la afición. Pero también de que la vivieran y entendiesen como la entedía yo. Había mal y buen rol. Jugadores mejores que otros. Algunos creían jugar a rol pero no lo hacían. Buff, la devoción y la adolescencia conducen a la hipérbole, la retroalimentación grupal y una poco perceptible atrofia espiritual. Si vas a una peña de fútbol igual entiendes lo que digo.
En resumidas cuentas: era un tío muy pesado.
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Estamos en 2016. Hay redes sociales pero apenas las uso. No las entiendo bien. Tengo mujer e hijo. Soy propietario de una pequeña empresa; tengo la sensación de ir siempre de cabeza. De la hostia de la crisis aún me duele un moflete. Durante todo este tiempo, no he dejado de jugar pero llevo mucho sin rol. He dicho en varias ocasiones que, sencillamente, no me apetece pero se nos ha inundado el club y tenemos que jugar a algo que no requiera mucho montaje. Y vuelvo a empezar. Más sereno, eso sí.
Trabajar (que es una buena medicina para casi todo) me ha enseñado a ser feliz sin imponer mi verdad al resto del mundo. No quiero llevaros a engaño: sigo siendo pedante, altanero y prepotente. Sencillamente, ya no me veo en la necesidad de corregir constantemente los errores de los demás. También disfruto un poco de los míos (tan escasos que los atesoro como diamantes). Ya no salvo a nadie; ya no educo a quien no quiere conocerme. Ni con la música, ni con la literatura, ni con el rol.
Por eso, ahora que me asomo más a las redes (aunque siga sin entenderlas bien), me llevo las manos a la cabeza al ver la facilidad con que se descalifica a determinada editorial, a determinado juego o a determinado grupo; cómo se critica determinada corriente o estilo de juego y la necesidad de juntar churras con merinas. Porque Jesucristo era un rojo y The Beatles, de derechas. O así.
Y entonces también me acuerdo de que fui joven y tonto y me sonrío bajo el bigote.
Jugad a rol como más o apetezca. Como os dé la gana. Como más lo gocéis. Jugad a rol con gente que no coincida completamente con vuestra opinión y aprended a disfrutarlo. No os hagáis mala sangre con el detalle que os molesta: gozad el resto. Me permito daros consejos; ya os lo he dicho.
Dadle a ese manual viejuno cuyas tapas aguantan de puro milagro o cambiad de juego cada dos días. Filosofad o actuad sin reflexión. Solo es un juego. Puede ser intenso, inmenso, puede devorar tus horas de asueto y puede ayudarte a superar tu timidez, tu falta de habilidad social o ayudarte a olvidar las penas por un rato. Es una afción genial. Pero es un juego.
Igual lo juegas hasta un poco obligado porque ves cuanto disfruta tu primo. Si no es un sacrificio para ti, también está bien. Yo he visto algún partido de futbol y no pasa nada.
Quizá no te guste jugar a rol. Eso también está bien.