Esta semana toca un pequeño relato que narra los tensos momentos que precedieron al retorno de los dragones a Zhirsanaq, y nos viene de la mano del bardo oficial de la web, R.G. Wittener
—¿Seguro que quieres hacerlo, Acrid? Última oportunidad de echarse atrás.
El legítimo heredero de los Goldentree al trono de Ridalia apartó un momento la vista de las llamas y miró a Aron, asintiendo con un gesto que traslucía su determinación. Una muestra de valentía que no logró borrar la ominosa sombra que se cernía sobre el rostro del joven guerrero y el resto de aventureros, reunidos en torno a la hoguera en la que podía ser la última comida del grupo.
—¿Acaso te están surgiendo dudas a ti, Aron? ¿Pretendes ahora que el viaje haya sido en balde? —le inquirió Osrun, en su peculiar tono de voz dominante—. ¿Prefieres pasarte otros tres años preguntándote si los asesinos de Querome van a aparecer esa noche para cortarnos la garganta?
Aron prefirió no replicar al nigromante. Su relación ya era lo bastante tensa de ordinario como para enfrentarse antes de un momento tan relevante.
—No sé qué te estará pasando a ti por la cabeza, pero después de todo lo que nos ha costado llegar hasta aquí, no voy a volverme con las manos vacías, hechicero —añadió Sinna, mientras afilaba de manera meticulosa una de sus espadas. Masticaba una tira de carne en salazón sin apartar la vista de esa tarea, los nervudos brazos en tensión mientras pasaba con parsimonia la piedra por la hoja recta—. ¿O acaso te está pudiendo el miedo? ¿Sigues viendo los dientes de ese bicho intentando arrancarte la cabeza?
La pregunta de la guerrera fue acompañada de una mueca burlona, algo propio de quien estaba encantada de desenvainar en cuanto le surgía la oportunidad. Una tendencia a la que había podido dar rienda suelta en aquella isla, cuya fauna había evolucionado para sobrevivir teniendo a los dragones como depredadores superiores. Amén de que, de todos ellos, era quien tenía una motivación más mundana para desear que el plan se desarrollase según lo habían imaginado. Era muy probable que se hubiese pasado soñando con oro los días que les habían tomado los preparativos del ritual.
—¿Qué es lo que te preocupa, Aron? Hemos llegado hasta aquí porque fuiste tú quien nos indicó el camino.
Resultaba difícil decir si las palabras de Halmana eran un reproche o una expresión de genuina extrañeza, pues la personalidad de la elfa le parecía tan gris como su piel. A pesar del tiempo compartido, el mago seguía sin tener una opinión firme sobre ella.
—Me preocupa que exista alguna variable que no hayamos tenido en cuenta, solo es eso. Información que no tengamos, y haga inviable lo que tenemos pensado.
—El plan de Acrid se basa en lo que tú has leído en el libro del traidor de Querome. La información que tenemos es la que tú nos has dado, Aron. Y, como ha dicho Halmana, estamos siguiendo el camino que tú nos has señalado.
Montor, como siempre, fue tan directo como sincero. Y la mirada que le dedicó a la elfa delató sin lugar a duda los sentimientos que compartían el paladín y la maga. Emociones tan intensas que, a pesar del juramento de fidelidad que le había hecho al príncipe, Aron tenía dudas de cuánto peso tendría el corazón sobre el hombretón si se viera en la disyuntiva de tener que elegir si salvar al uno o a la otra. Y, como si le hubiera leído la mente, añadió.
—Si vos deseáis seguir adelante, contad conmigo a vuestro lado, señor. Haremos que Querome pague por la muerte del rey Tanear y todos los demás que ha asesinado desde que os usurpó el trono.
Aron lanzó un hondo suspiro y agachó la cabeza, consciente de ser el centro de miradas del grupo. Fue entonces que se apercibió de haber empezado a agarrar con fuerza el libro que sostenía entre las manos, hasta el punto de hacer palidecer los nudillos.
El libro que llevaba traduciendo y estudiando durante los últimos años y que, como bien habían señalado sus compañeros, los había guiado hasta allí. Hasta Bosque Salado, la mayor de las Islas Mintare.
Ese pensamiento le hizo alzar la vista en dirección a las alturas. A la ciclópea estructura octogonal de piedra que se erguía sobre sus cabezas, cubriendo el espacio del valle abierto entre dos montañas con el único sustento de dos pilares cuyo tamaño no desmerecería frente a la torre del homenaje del palacio de Sinalara. Una obra impresionante que, Aron bien lo sabía por las anotaciones dejadas por Querome, había costado mucho tiempo y la vida de todos los implicados en la construcción. Un hecho que parecía reflejarse en el modo en que las vetas rojas de aquella piedra ganaban intensidad en ciertos momentos.
—Reconozco que parece absurdo renunciar ahora, pero no es eso lo que propongo. Tan solo me gustaría estar convencido de que, una vez abierto el portal, controlaremos la situación —meditó en voz alta—. Han pasado más de cien años desde que Querome engañó a los dragones y los encerró en ese mundo; cien años robando a sus crías para someterlas a experimentos de una crueldad indecible. Así que no puedo dejar de preguntarme qué ocurrirá cuando nos presentemos en un lugar en el que los dragones han acumulado un siglo de resentimiento contra los humanos. Eso sin contar que, por más capaces que seamos en nuestros oficios, no disponemos del poder para enfrentarnos a una multitud de ellos.
—Nosotros no somos Querome —replicó Acrid, con ese tono de voz resuelto que solo adquiere quien se acostumbra a liderar—. Y, además de presentarnos con la intención de parlamentar, vamos a ofrecer a toda su raza la posibilidad de retornar a nuestro mundo. Eso sin contar la posibilidad de vengarse contra el malnacido de Querome.
Al pronunciar el nombre del mago, el príncipe se llevó de manera involuntaria una mano al pecho; allí donde una cicatriz le recordaba a diario lo cerca que había estado de exterminar al linaje de los Goldentree cuando emboscó al cortejo real.
—Lo que me preocupa son las consecuencias de este plan. Aunque Querome aprovechó la ocasión para su propio beneficio, el exilio tenía una razón de peso real: acabar con el conflicto que existía entre los humanos y los dragones.
—Ya has expresado tus reticencias otras veces, Vandarlant. Pero Querome no deja de extender sus dominios, y la posibilidad de derrotarlo mengua con cada territorio que se rinde a su estandarte. ¿Por qué tanta insistencia en dudar del plan ahora?
—Porque, hasta ahora, el plan solo era una idea, Montor. Un proyecto sin más solidez que nuestras esperanzas. Pero ahora estamos a muy poco de hacerlo realidad, y me gustaría pensar que nuestra escasez de opciones no nos está conduciendo a tomar una medida extrema. —Y agitó el libro en el aire, con los labios fruncidos—. De los dragones podemos esperar que cumplan con las condiciones que se les propongan, pero de las criaturas de Querome… Él mismo reconoce que no logró someterlas. Y tenía un ejército de ellos, con los que esperaba dominar los Viejos Reinos. ¿Qué ocurrirá si los traemos aquí, y resultan ser una plaga tan impredecible como los orcos?
—Sean lo que sean, seguro que son enemigos de Querome —intervino Sinna, pasando un trapo por la hoja y revisando el filo con una sonrisa satisfecha—. Si un mago se atreviera a transformarme en un engendro, no descansaría hasta estrangularlo con sus propias tripas.
—¿Además, cuál es la opción? —añadió Halmana, con la angustia reflejándose en su mirada—. ¿Los abandonamos en ese mundo? Las criaturas de Querome no dejan de ser los hijos de los dragones. ¿Qué clase de padres serían, si no quisieran que regresaran con ellos?
—Justo porque son un ejército, y porque el usurpador no puede controlarlos, es por lo que los necesitamos. Casi más que a sus padres —sentenció Acrid, poniéndose en pie—. Ignoramos cuántos de los dragones más ancianos habrán muerto ya en estos años. Y con todas sus crías transformadas por Querome, los que queden no pueden ser muy numerosos.
—¿Ni siquiera para ganar una guerra contra ejércitos de humanos y orcos?
—No los suficientes para que sea una victoria rápida —respondió el príncipe, en un tono que dejó clara su determinación.
Aron agachó la cabeza y permaneció callado, estrujando el libro de Querome. Abatido por primera vez desde que Acrid y sus compañeros le contactaron para que tradujera las notas robadas del laboratorio de Querome y, con posterioridad, le convencieran para unirse a su grupo. Disuasión que les resultó sencilla, pues ya se había comprometido consigo mismo a ser un ejemplo contra el hechicero tirano, y a combatir a cualquier otro practicante de la magia que usase su don para causar el mal a los demás.
En lo alto, las vetas de la roca comenzaron a tornarse escarlata cuando su estructura recibió los primeros rayos de luz.
Por primera vez, Aron sintió que existía la posibilidad de arrepentirse en el futuro por lo que iban a hacer. Que los lazos de su grupo se estaban deshilachando.
—El sol está asomando. Hora de terminar el ritual y abrir el portal. Hoy acaba el exilio de los dragones… y el vuestro, Goldentree.