por Juanma Román
—Tengo hambre.
El asedio empezó hace cuatro meses.
—Tengo mucha hambre.
El primer mes se acabó la comida. En el segundo mes tuvieron que matar a todos sus animales: caballos, perros y gatos. Desde entonces sobreviven a base de insectos, ratas y sopas de cuero hervido. Han racionado tanto que ya no pueden estirar más su miseria.
Algunos soldados empiezan a susurrar entre gemidos. Cosas impensables. Cortarse un dedo. Matar a alguien. Comer algo —cualquier cosa— que reconforte la tripa. Aunque el alma se estremezca. Lo que sea.
—Lo peor es el agua.
Lo peor es el agua. La fortaleza tiene acceso a un pozo subterráneo que pensaban que no se acabaría. Pero se está agotando. Lo que sacan en los cubos es barro. Tienen que filtrarlo para sacar una escudilla de líquido maloliente. A ellos, sin embargo, les sabe a gloria. La gloria de vivir un día más.
—Deberíamos hacer una salida —dice Lobo—. Enseñarles los dientes. Que nos teman.
—En las últimas salidas nos masacraron —responde Payaso—. Y ahora no tenemos fuerzas ni para mear.
—¿Qué propones entonces? —Lobo levanta los brazos—. ¿Quedarnos y morir de hambre?
—Yo no quiero morir aquí —dice Payaso.
—Yo tampoco. Pero soy un soldado. Si tengo que morir sirviendo al rey Harryl, lo haré con honor. No tengo miedo.
Payaso se frota los ojos secos y enrojecidos. No exprime una sola gota de humedad. Su cuerpo se ha convertido en un pergamino viejo.
—Los dos somos soldados. Pero también tengo familia. Si muero entre estos muros, ¿quién cuidará de mi hijo? Ese muchacho necesita un padre. Tengo obligaciones con él y con mi esposa.
—A mí no me espera nadie —dice Lobo—. Mis padres murieron hace años. Y ninguna puta me ha cogido cariño.
—Eres muy joven —responde Payaso—. No llegas a las veinte primaveras. Igual que mi esposa. Estáis en la flor de la vida.
—¿Tienes esposa?
—Tendrías que verla. Rubia, alta, ojos verdes. Es una mujer imponente.
—¿Y qué hace contigo alguien así?
—Fue un matrimonio pactado.
Lobo se encoge de hombros. Payaso resopla y mira hacia ambos lados.
—Tengo tierras. —Payaso enseña un anillo—. ¿Ves este sello? Lleva generaciones en mi familia. Es un permiso del mismísimo rey Harryl. Pero todo mi dinero aquí no me sirve de nada. Por eso tengo que salir de la fortaleza.
—Ojalá fuese posible.
Payaso da un paso hacia Lobo.
—Lo es. Pero necesito tu ayuda.
El grito del sargento interrumpe la conversación.
—¡El enemigo ha entrado en la fortaleza! A las armas. Hay que formar. ¡A las armas!
Payaso traga saliva y agarra el brazo de Lobo.
—Conozco un túnel para salir de aquí. Pero está bloqueado con una piedra enorme. Necesitamos ayuda para moverla. Tú eres joven y fuerte. Qué me dices.
—¿Necesitamos? —pregunta Lobo.
—Topo y yo.
El sargento vuelve a gritar.
—¡Moveos soldados! ¡El enemigo está en la fortaleza! ¡A las armas! ¡Por el rey Harryl!
Los soldados —tambaleantes, desnutridos— corretean por todos lados. Sus miradas son de resignación mientras empuñan sus lanzas y embrazan sus escudos. Solo hay un destino posible para ellos.
—No quiero terminar así —dice Payaso—. Ya te lo he dicho. Mi hijo. Ese muchacho necesita un padre.
—¿Topo es de fiar?
—Claro que sí. Es minero, por el amor de Lhaurelia. Él nos guiará lejos de este infierno.
—Si el sargento lo descubre, nos mandará ejecutar —dice Lobo.
—¿Y cómo te crees que vamos a terminar si nos quedamos?
Lobo cambia el peso de una pierna a otra.
—¿Sabes lo que le hacen a los que resisten en un asedio? —pregunta Payaso—. Créeme, es preferible que nos ejecuten.
—No soy un desertor —dice Lobo—. Tengo honor.
—Pues hazlo por mí —insiste Payaso—. Protégeme. Y te daré mucho dinero. —Vuelve a enseñar su anillo—. ¿Ves este sello? Con esto puedo comprarte una vida mejor.
Lobo se pasa la mano por la cara. Tuerce el gesto.
—Está bien —dice finalmente—. Iré contigo.
—No te arrepentirás. Vamos.
Apenas termina de hablar cuando Payaso sale por la puerta a toda velocidad. Lobo se pega a su espalda para no perderlo. En el pasillo se encuentran con una avalancha de guardias que corren a sus puestos para plantar cara al enemigo.
La confusión es total. Payaso y Lobo van a contracorriente. Se abren paso a codazos y se llevan insultos y algún golpe. Pero ninguno les para los pies. Nadie se da cuenta de nada. Están demasiado ocupados poniendo en paz sus almas antes del inevitable final.
Después de esa oleada de soldados se encuentran con otra más. Pero esa la evitan dando un rodeo. Y entonces llega el silencio. Los gritos y el ruido armado se alejan hasta que sus ecos se hacen una fina línea que termina por desaparecer.
Se quedan solos.
—Topo nos está esperando —dice Payaso.
Lobo asiente. Luego afila la mirada y aprieta los puños. Respira.
—No perdamos tiempo —insiste Payaso.
Se dirigen a paso ligero hasta donde sea que vayan. Payaso guía y marca un ritmo de trote. Lobo, más joven y fuerte, lo sigue sin esfuerzo. De esa manera cruzan por la estructura subterránea de la fortaleza. Topo les está esperando.
—Pensaba que ya no venías. —Topo mira a Lobo—. ¿Viene con nosotros?
—Me dijiste que necesitábamos a alguien más —responde Payaso—. Lobo es el más fuerte que conozco. Y es de fiar.
Silencio. Topo examina a Lobo desde la cabeza a los pies. Luego le tiende la mano.
—Bienvenido Lobo. Hay que salir de aquí cagando leches o estamos muertos. Tienes que hacer lo que diga. ¿Está claro?
—Muy claro —responde Lobo.
Topo le da una palmada en el antebrazo y da un paso lateral. Detrás suyo hay un enorme armario de tres cuerpos. La madera de sus puertas está tan podrida que apenas se distinguen los tiradores.
—Ayudadme a apartar esto —dice Topo.
Entre los tres empujan el mueble y lo tiran al suelo. Su esqueleto está apolillado. Se hace añicos en cuanto aterriza. Detrás hay un túnel.
—Esto es nuestro camino para llegar a casa —dice Topo sonriendo. Solo le quedan dos dientes: uno negro y otro amarillo. Su aliento huele a excremento de animal muerto.
—¿Adónde lleva esto? —Lobo señala el túnel.
—A la libertad —responde Payaso—. A la vida. Vamos.
Topo asiente sin dejar de sonreír.
—El túnel está cegado más adelante. Un derrumbe. He ido apartado los cascotes más pequeños como he podido. Pero hay una piedra enorme que no tengo narices de mover.
—Por eso necesitamos a alguien como tú —dice Payaso mientras palmea el hombro de Lobo.
—Haré lo que pueda —responde Lobo.
Apenas han entrado en el túnel cuando escuchan un alarido. El grito suena a dolor y miedo.
—El enemigo ha entrado en la fortaleza —dice Payaso.
—Hay que darse prisa —añade Topo.
El túnel traza un curso ascendente en zigzag. La única luz que hay se filtra desde las antorchas del pasillo. Aun así, las tinieblas se extienden por sus rugosas paredes. El olor a moho es sofocante.
Los gritos se acercan.
—Vamos —dice Topo—. El túnel es estrecho. Solo cabemos dos. Lobo, ponte a mi lado.
Lobo se sitúa junto a él y avanzan —inclinados, cautelosos— hombro con hombro. Tal y como había dicho Topo, el corredor se encuentra completamente cegado. Sin embargo, la piedra que lo bloquea no es enorme, es descomunal.
—No vamos a ser capaces de mover eso. —Lobo menea la cabeza—. Haría falta una cuadrilla entera para apartarla.
—No tienes ni idea —responde Topo—. Haremos palanca y la echaremos a un lado. Ya verás.
Los alaridos se aproximan. Y no solo filtran agonía y pánico. También hay gritos de guerra.
—El enemigo se acerca —dice Payaso. Su rostro pierde el poco color que le quedaba—. Tenemos que conseguirlo. Por mi familia.
Pero Topo ni siquiera gira la cabeza. Acerca dos palas de metal y le tiende una de ellas a Lobo.
—Hay que meter las palas bajo la roca —dice Topo—. Hacer fuerza y empujar hacia adelante. Solo tenemos que mover la piedra lo justo para poder pasar. ¿Entendido?
—Entendido —responde Lobo. Coge su pala y la introduce bajo la piedra con un crujido—. Listo.
Topo también mete su pala bajo la roca, justo al lado de la Lobo.
—¡No dejéis a nadie con vida!
Los gritos se han acercado tanto que se distinguen las palabras. Al enemigo no le debe quedar mucho para llegar hasta su posición.
—Es ahora o nunca —dice Topo—. ¿Preparado?
Lobo tensa los brazos y agarra la pala como si le fuera la vida en ello.
—A la de tres —dice Topo.
—Uno —responde Lobo.
—¡Buscad hasta al último de ellos! —grita alguien. El enemigo está muy cerca.
—Dos —dice Topo—. ¡Tres!
Las palancas se incrustan bajo la roca, pero la roca no se mueve. Topo y Lobo resoplan y gruñen mientras intentan aplicar más fuerza. Las palas vibran y crepitan, la madera a punto de romperse.
Entonces la roca se mueve.
—Lo roca se mueve —dice Payaso—. Lo habéis conseguido.
—Pasa rápido —gime Topo. Los vasos de su cuello se han hinchado como las columnas de un templo—. No puedo más.
Payaso se tira de cabeza y se mete por la abertura que deja la roca.
—¡Mirad por este pasillo! —Los gritos provienen de la misma abertura.
—Payaso coge mi pala —dice Topo—. No puedo más. Ayúdame.
—Ya estoy fuera —dice Payaso—. Sal tú también.
—No puedo más —gime Topo—. Hijo de puta. Ayúdame.
—¡Están ahí!
El grito termina con una explosión. La pala de Topo se astilla y termina por partirse en dos. Lobo reacciona como un relámpago. Suelta la suya y se tira de cabeza hacia la abertura. Justo cuando termina de cruzar, la piedra cae con un estrépito sordo.
El túnel vuelve a estar bloqueado. Topo se ha quedado solo frente al enemigo.
—Vámonos de aquí —dice Payaso.
—Topo se ha quedado atrás —responde Lobo—. Tenemos que ir por él.
—De eso nada. Nos vamos de aquí. No pienso morir por nadie, menos por un mugriento como Topo.
—Eres un hijo de puta —dice Lobo.
Payaso esboza una sonrisa sesgada. Enseña el anillo.
—Con este sello te haré rico. Pero tienes que estar calladito. No somos iguales. No se te olvide.
Lobo mira el anillo fijamente. Su aro está enmarcado por una intrincada runa. Hasta él sabe que ese sello da riqueza y posición. Como ha dicho Payaso: no somos iguales.
Payaso le reta con la mirada y Lobo baja la cabeza.
—Sígueme —ordena Payaso.
Lobo da un paso hacia él. Payaso se da la vuelta y se aleja de la roca. No ha dado dos pasos cuando siente el primer golpe en la cabeza. La fuerza es tal que lo tira de bruces.
Payaso se gira desde el suelo para ver qué ha pasado. Lo que ha pasado es Lobo. El soldado va hacia él con la muerte dibujada en la mirada.
—¿Pero qué haces? —gime Payaso.
La bota de Lobo impacta sobre su cara y le destroza la nariz y media boca. La otra media la destroza la siguiente patada. Y hay otra más.
—Mi familia me necesita —consigue articular Payaso, llorando—. No me mates.
—Tu familia —dice Lobo. Le pega otra patada, esta a las costillas—. Tu mujer.
—Sí. —Payaso no puede dejar de gemir y agitarse. Su cara apenas se distingue bajo la sangre—. Y mi hijo. Piensa en él.
Lobo agarra el dedo del anillo de Payaso. Mira su sello.
—Tienes razón. Ese muchacho necesita un padre.