por Juan Milano
Muy bien, dijo Uszaihëi, así lo haremos.
Así lo haremos, repitió el elfo. Apenas había hablado; si acaso para asentir. Medía poco más de metro y medio, tenía la piel grisácea y el pelo del color de la hierba seca, quebradizo. Los dientes habían sido concienzudamente afilados como los de un escualo. Las uñas de la mano izquierda, rotas tras la pelea. Las de la derecha, intactas. Casi armas naturales endurecidas con piedras y sales.
Uszaihëi se sumergió teatralmente en las aguas del pantano dejando tras de sí malolientes burbujas sulfurosas con un tenue reflejo amarillento.
Floso se encogió de hombros con cara seria y aburrida y recogió las armas del suelo. Empezó a andar hacia el Sur mirando al suelo para no manchar de cieno sus pies descalzos. Iba repasando mentalmente las condiciones del pacto que distraídamente acababa de contraer.
Sumergirás el corazón sangrante de tus víctimas en la ciénaga antes de que se ponga el sol tras cada asesinato.
Sacrificarás a tu primogénito. Tomarás su vida golpeando con una roca tintada de verde su débil cráneo el mismo día en que sea alumbrado. Darás su carne en ofrenda a las ratas del pantano y no guardarás nada para ti.
Borrarás el nombre de la Reina sin Rostro de todo monumento o hito que encuentres.
Solo has de probar carne de elfo, humano, dracónido o enano. Todas las demás considerarán se considerarán impuras desde este día.
Nada que no pudiera hacer fácilmente. El elfo no entendía bien por qué el demonio se conformaba con tan poco a cambio de algo tan valioso. Hubiera accedido a casi todo por algo de oro o plata.
Siguió andando sin más preocupación que mantener los dedos desnudos y huesudos más o menos limpios. Casi tropieza con el carruaje que emboscó hacía apenas unas horas. Eran unos traficantes de licor con muy poco cobre y plata y una carne dura e insípida.
Aún tardaría unas horas hasta su aldea de aules1. Llegaría casi de noche. Estaba seguro de que a su esposa iban a encantarle aquellas elegantes joyas que Uszaihëi le había entregado. Iba sonriendo como un bobo, siempre atento de mantener las garras inferiores fuera del lodo.
No sería hasta la mañana siguiente, con una terrible resaca, cuando notara el infinito vacío, el insondable y doloroso hueco que lo acompañaría durante los próximos sesenta y tres años. Sería entonces cuando, incapaz de soportar el dolor, se quitase la vida y entregase definitivamente su alma inmortal a aquel nimio demonio con quien acababa de cruzarse hoy, apenas unas horas atrás.
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- Elfos caníbales degenerados habitantes de Zahirinia