por Juanma Román
El horror es un concepto variable, personal. Hay un miedo físico, que surge del temor a sufrir una herida o una agresión. También hay una inquietud que se arrastra, lenta y viscosa, mientras va manchando los zapatos y se va colando de forma insidiosa entre tus ropas. Esa inquietud va creciendo, en silencio al principio, pero luego borbotea y rompe en un alarido de pánico. Ninguna experiencia relacionada con el horror es igual.
El tratamiento que se haga del horror durante el juego va a depender de lo que quieran todos los jugadores, incluyendo la DJ. Dado que no todo el mundo está cómodo con la introducción de elementos terroríficos en la partida, recomendamos que establezcáis un consenso sobre los aspectos que se desean explorar y los que se prefieren evitar.
Hay múltiples ramas que crecen en el árbol del terror. Ni mucho menos las vamos a tratar todas, pero si que conviene destacar algunos aspectos que pueden ser relevantes para la partida. En primer lugar, el uso que se haga del horror en el juego marcará el tono de la partida en gran medida. Conviene recordarlo. Como se ha expuesto anteriormente, el tono es un elemento fundamental alrededor del cual se vertebra toda la ficción.
Algunos aspectos del horror que pueden tener cabida en vuestra partida de rol son:
- El asco. El asco es el elemento de horror menos elaborado. Sin embargo, no por ello conviene despreciarlo. Bien empleado puede ser muy efectivo. Las descripciones gráficas propias de la casquería pueden producir incomodidad y desasosiego. Es habitual su uso en el cine pero también se puede emplear como herramienta en otros contextos menos tópicos para generar una atmósfera apropiada. Imagina los restos de una pizza de salchicha y peperoni cubierta de insectos: su olor rancio y penetrante, su color verdeazulado por las capas de moho, su aspecto pastoso como si estuviese cubierta de pus. Probablemente no sea el plato más agradable que te gustaría comer.
- El susto. Un fogonazo repentino en una habitación a oscuras; un grito en hace añicos la quietud de una habitación abandonada; una mano monstruosa que te toca por la espalda sin que la veas venir. El susto provoca una reacción irracional, primaria. Es un tipo de miedo que surge como una llamarada y arrasa lo que hay a su alrededor. No deja espacio para nada más.
- El escalofrío. Vas en coche por una carretera secundaria en plena noche. A tu alrededor solo hay campo. ¿El teléfono móvil? Su batería murió hace horas. Solo conoces la zona por lo que se cuenta de ella: rumores de criaturas extrañas y lugareños que desaparecen sin que se vuelva a saber de ellos. Encima de una colina divisas una casa de campo retorcida y cochambrosa. ¿Qué hace ahí? Esta zona debería estar desierta. En ese momento suceden dos cosas: en el piso de arriba de la casa se enciende una luz, como si alguien se hubiese percatado de tu presencia; luego el coche en el que viajas comienza a perder velocidad mientras tu pie trata de apretar un acelerador que no responde. Miras el depósito de la gasolina. Vacío. ¡Mierda! Se te olvidó repostar en esa última área de servicio. Sabes que el coche se va a detener en menos de un minuto. Y luego escuchas un aullido que se revuelve entre tus tripas. ¿Eso que sientes? Eso es un escalofrío.
- El terror. El terror es más directo que el escalofrío, aunque menos explosivo que el susto. La amenaza es palpable, su naturaleza oscura resopla y te echa el aliento en la nuca. Pero todavía no la puedes ver ni tocar. Una escalera que cruje con el sonido de pasos en una mansión abandonada; risas de niños que surgen de una puerta cerrada mientras un charco de sangre invade el dintel. No hay escapatoria del terror. Su presencia anticipa el horror que se cierne, incierto pero inevitable.