El cadalso

por Juan Milano

Siete hogazas de pan. Tres sacas de grano. Una liebre.

El hurto se sumaba a los cargos por deserción. Hacía calor y las moscas se arremolinaban en el cielo. El juicio se había realizado hace ya tres días, pero una incursión del enemigo había obligado a posponer la sentencia.

“Akoia y Medianoche deshonraron al Consejo”, grita el general Nauj. Alto monótono, cansado tras la noche en blanco . “Han insultado a los duques”, continúa, “se han deshonrado el uno al otro”. “Nos robaron, nos mintieron y nos abandonaron cuando más los necesitábamos. No les importó a herir a los hermanos que guardaban la entrada del campamento; golpearlos por la espalda. Desde donde nunca sospecharan que les llegaría un ataque”.

Así habló Nauj Ol Manskear, hijo de Dhuor el Ciervo, Señor de la Vigía y devoto general del Sacro Ejército antes de que el carcelero llevara a los criminales hasta el cadalso. Iban maniatados, cegados por unas capuchas ennegrecidas por la suciedad. Los torsos desnudos dejaban ver moratones y cicatrices de fuego. Arrastraban los pies morosamente, arrancando a cada paso un instante ínfimo de vida.

El verdugo apenas pesaba cincuenta kilos. Era todo piel y hueso. Cogió un cajón y lo colocó con parsimonia bajo la soga. Cogió por el codo a Medianoche y la guio hasta la sombra de la cuerda. Con un suave movimiento le indicó el peldaño que ayudaba a alcanzar la tapa del cajón. Abrazó el cuello con la cuerda sucia. Repitió el ritual con Akoia, con esa lentitud que parecía herir los segundos y ese gesto que apenas lo diferenciaba de una estatua de mármol.

Inclinó levemente la cabeza. El general se situó entre aquellos temblorosos cuerpos maniatados. “La ley es clara”, dijo, “no se abandona el Sacro Ejército de los Seis Ducados. Y menos en tiempo de guerra”. Nauj no sabía exactamente por qué estaba alargando el discurso. Podía ver los rostros de los soldados: adivinaba en sus miradas esquivas que todos habían pensado en desertar recientemente. Muchos, hace mucho. Entre bromas o entre sombras; a solas o conspirando. Todos.

Ninguno entendía qué hacían ahí, en la guerra, salvo los mercenarios. El oro hacía correr la sangre por sus venas, los prostíbulos y el vino les daban sesos y un propósito. Pero los jóvenes arrancados de sus hogares, ellos no podrían comprenderlo. ¿Cómo explicar a aquellos jóvenes iletrados que la tradición les había dado lo poco que tenían? ¿Cómo explicar que se lo debían todo -lo que eran y cuanto pudieran llegar a ser-, a los Ducados, sus leyes y sus tradiciones? ¿Cómo explicarles que lo que les decían que eran o podían llegar a ser era la única posibilidad?

* * *

Hace diez días aquellos dos jóvenes huyeron con unas pocas viandas que habían arramblado en la cocina. Una partida de cazadores los apresó sin problemas. Aquellos desgraciados no sabían ocultar su rastro. Él, hijo de porqueros; ella, hija de una sirvienta en la casa de unos comerciantes acomodados. Estaban enamorados. Se conocieron en el ejército; aquel ejército al que se alistaron por la fuerza, sin haber tenido antes una pica en las manos en su vida. Nunca antes habían matado. Nunca antes habían cavado una fosa ni habían visto desaparecer el cuerpo frío de un camarada bajo las paladas de arena, sin féretro ni palabras de consuelo para los familiares. Nunca hasta aquella guerra que no comprendían.

Así era el mundo hoy: colgaban a dos niños enamorados por huir hace diez días con una liebre y algo de pan. Nauj debía hacer cumplir la sentencia con voz firme y autoritaria para evitar que se repitiera, para erigir su castigo en ejemplo.

El general se dio la vuelta y dio la orden. El verdugo propinó sendas patadas a los cajones. Se escuchó el gorgojeo desde las gargantas de aquellos desgraciados. Sus cuerpos se batían contra la muerte colgando de aquellas sogas sucias en un duelo que no podían ganar.

No hubo aplausos, ni bromas ni algarabía como sucedía en la plaza mayor cuando se ajusticiaba a un ladrón o a un asesino. La soldadesvca miraba al suelo. Mañana sería uno de ellos y todos lo sabían. El cuello de cualquiera de ellos podía terminar pendiendo de la soga, pataleando, manchando los pantalones entre estertores como aquellos pobres niños enamorados. Como Akoia y Medianoche.

***

Nauj desciende del entarimado cabizbajo, con las manos a la espalada. Los reos ya han muerto y el silencio puede cortarse con un hacha. En el último escalón levanta levemente la mirada y entonces la ve. ¿Cómo había podido llegar hasta ahí? Con su vestimenta gris, su velo blanco atrapado en aquella tela que ocultaba sus cabellos. Una de las mujeres santas del enemigo, del falso profeta. Está ahí, en pie, sin ocultarse; a plena luz del día sin que nadie parezca molesto por su presencia. Un ejército que no odia a su enemigo no puede prevalecer. La mujer santa se hace camino hasta el general.

“Bienhallado, mi general. El profeta os saluda. Confía en poder conoceros antes de la última batalla”.

“Hereje, no sé qué conjuros te hacen invisible a los ojos de mis hombres pero no sucumbiré a tu magia. Huye o acabaré con tu vida con mis propias manos”.

“No hay magia ninguna, mi señor”, dice la mujer con voz tranquila, casi somnolienta . “Vuestra gente se ha cansado de morir por quien dice ser mejor por su cuna y no por sus actos”. Observa en silencio el rostro aterido por el odio y la rabia del soldado, parece una madre decepcionada ante la trastada de su hijo. “Debo aceptar vuestra generosa oferta y partir, mi señor. Os deseo bien, de verdad. El profeta sabe que vuestro corazón es puro aunque os hayan educado para actuar en contra de lo correcto. Sufre por vuestra lucha interior”.

Nauj ve alejarse a la mujer, Abandona el campamento sin llamar la atención, tranquila; sin impedimento alguno por parte de los soldados que vienen y van enfrascados en sus pensamientos. Muchos maldecirán al general. Otros le tendrán miedo.

Nauj sabe ahora que solo un asalto furtivo y deshonroso, solo un ataque forjado en el engaño y la traición le dará la victoria. Hizo llamar a un escriba y un emisario.

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